domingo, 18 de agosto de 2019

Under the Sycamore Trees

Estamos en pleno agosto. Es una de esas noches de calor húmedo clásicas en esta época del año. He terminado de leer un libro, que sin ser una maravilla sirve para despertar mis neuronas y brindarme un momento de actividad cerebral que decido usar para escribir un poco.

Los pensamientos van enlazándose unos con otros, sin seguir ninguna coherencia palpable. Empiezo pensando en que el libro no está a la altura de su autor, cuyo trabajo sigo desde hace muchos años con interés. Es un libro sencillo y sin pretensiones. Trata de una historia de amor entre un chico (hombre, más bien, de 35 años, que ya tenemos una edad) con problemas para socializarse que se enamora de una chica un poco histérica y con férreos principios. Buscaba leer una historia romántica con la que poder sentir un poco de empatía. No ha sido el caso.

De ahí voy cruzando los vagones del tren de mis pensamientos, unidos entre si, pero cada uno es diferente. Hasta que llego a uno en el que decido quedarme y explorar un poco más. Mientras estoy en ese vagón, va sonando está canción:


Admito que el tema que trato puede sonar serio o preocupante, pero no son más que divagaciones sin más. Cierto es que tienen una base, pero nada trascendental.

Y es que ¿Cómo se distingue el momento en que la esperanza debe dejar paso a la realidad?

Se supone que la esperanza es lo último que se debe perder. Pero, ¿cómo se sabe en qué momento ya se debe tirar a la basura como si fuera esa esponja que viene en el fondo de la carne envasada, que está llena de sangre y da asquito?

Existe un punto, una línea casi imperceptible, como cuando quieres un trozo de celo y rebuscas en el rollo con la uña sin encontrar dónde está el extremo. Esa línea es la que nos indica que la esperanza ya no es una opción. Ya no existe. Y cómo encontrarla no nos lo enseña ningún dicho de la sabiduría popular.

Reconozco tener problemas (o directamente incapacidad) para encontrar ese extremo del celo. Poder mantener la esperanza hasta en los peores momentos puede considerarse una habilidad positiva y muy conveniente. Pero en exceso es perjudicial para el cerebro. Más que comerte una caja de seis donuts como si fueran pipas. Y si, con esto estoy diciendo que me pasan las dos cosas... así que mi cerebro está más condenado que ningún barón del PP (cosa que tampoco es muy difícil).

Recuerdo, de niño, estar viendo Eurovisión, Sergio Dalma, Bailar Pegados. Yo esperanzado de que a pocos países de dar su puntuación, nos dieran todos los douze points y así ganar. Mi hermano diciendo que ni así salen los números, que no bastaban. Pero, la esperanza es lo último que se pierde ¿no? ¿Ni aunque sea matemáticamente imposible?

Cuando encuentras el extremo del celo y lo despegas, la esperanza deja de existir y da paso a la fantasía, al sueño. Entonces es cuando puedes seguir caminando, puedes seguir respirando. Quizás pase que a veces prefieres seguir ciego y vivir en esa fantasía disfrazada de esperanza antes de aceptar la realidad.

En fin. Me bajo del tren. Voy a seguir sudando cual perrito caliente de 1 dólar en un carrito en medio de Times Square. Voy a seguir esperando que el viento sople bajo los árboles de sicomoro.





martes, 5 de marzo de 2019

It's like a dream to me

Suenan los primeros riffs de guitarra y un sonoro golpe da paso al suave canto de un coro gospel. Nada más escuchar esos primeros segundos y ya comienzo a notar una reacción. Mi cabeza me lleva a otro lugar y sobre todo a otro momento, como si subiera en el DeLorean y me lanzara a 1989.

El poder de la música crea imágenes en mi mente mientras la canción prosigue con la voz de la cantante entonando la primera estrofa de una música pop que me acompañó aquel verano.

El pasado 2 de marzo se cumplieron 30 años del estreno mundial del “single”, pero para mí tiene ritmo atemporal.

Siguen los compases de la canción y yo ya estoy en aquel pueblo. En los cálidos y secos días del estío, junto a mis hermanos. Alejados de la cotidianeidad de la ciudad, bajo los pacientes cuidados de mi abuela.

Recuerdo estar grabando la canción en el radio-cassette de doble pletina de mi amigo Xavi, sin sospechar que aquello marcaría ese verano y dejaría en mí una huella permanente.

30 años después y miles de escuchas reiterativas y sigue golpeando en mis recuerdos el estribillo. Puedo oler el aroma que salía de la cocina de mi abuela. Sonrío al pensar en aquellas siestas imposibles con mi tía haciéndonos reír. Sueño con volver a recorrer en bicicleta las calles del pueblo, buscando a mis amigos para jugar. Los momentos en la piscina esperando a que fuera la hora para comer. Llamar a la puerta de mi amigo Juan Narciso para que saliera al jardín a jugar. Celebrar el día del melón con Xavi, Alexis y Marc.

La canción sigue por la segunda estrofa y me llena por dentro. Las noches a la fresca, los días de lluvia viendo las gotas caer en la calle a través del cristal de la puerta.

Cuando de nuevo llega el estribillo acompañado ahora por el coro gospel, la melodía ya ha conseguido revitalizarme. El momento éxtasis me eleva y me da energía. Bailo sin moverme, crezco y siento que puedo soportar el peso del mundo. El recuerdo de aquel verano, de aquel pueblo, de sus gentes, de la familia. No consigo sacarlo de esa melodía. Incrustado y en comunión. Imposible disociarlo.

El puente de la canción no me deja escapar hasta que poco a poco se produce el fade out con el coro dando sus últimos cantos. Y entonces el silencio.

Vuelvo a tomar conciencia de lo que me rodea. El DeLorean me devuelve al momento actual. Durante 5 minutos y 41 segundos estuve en otro tiempo y por más que pasan los años, esa canción tiene poder sobre mí. Me da vitaminas, me insufla vida y me recuerda que sigo sintiendo, que estoy respirando.