Llevamos una semana con el bicho y aunque ya
estaba arrepentido de la decisión de quedárnoslo tan sólo una hora y tres cuartos después, estoy empezando a
cogerle el gusto. Al principio se hacía complicado. No es legal tener un
pingüino en casa así que me siento como si fuera un alemán con una familia de
judíos escondida en el sótano de mi casa en plena guerra.
Todavía no hemos encontrado un nombre, pero algo se
nos ocurrirá. A pesar de que los primeros problemas son el alimento y
(sobretodo) cómo resolvemos sus fantástica forma de defecar (lo explicaré en
otra ocasión), mis pensamientos se centraron en intentar averiguar el porqué de
la absurda decisión de quedarnos con un pingüino en casa con todo lo que ello
conlleva (sea ilegal o no).
Supongo que a Germán y a mí nos ha pasado algo similar
a lo que les pasa a esos amigos a los que nunca les vi interesados por niños, o
que incluso les ignoraban cuando andaba algún pequeño cerca y que llegados a
una edad, de golpe, quieren ser padres.
Aclarar primero que Germán y yo no somos pareja. Esto,
hoy en día, hay que dejarlo claro, porque he de reconocer que el hecho de tener
un compañero de piso con más pluma que el propio pingüino, ha mermado
sensiblemente mis posibilidades de conocer alguna chica. Eso lo trataré en otro
momento también…
Mi teoría del “interés repentino en esas cosas que se
llaman niños” se basa en cuatro factores: las normas sociales, el instinto
primario más animal, el asentamiento de la vida y el miedo. Lo primero es lo
que más pesa. La sociedad nos dice que debemos casarnos y tener hijos (cuánto
daño ha hecho la religión y Disney). La tremenda mayoría de personas que se
casan y tienen hijos realmente no quieren hacerlo, pero la falta de pensamiento
crítico produce un comportamiento zombie y se mueven por inercia. Por eso, a
los solterones como yo, nos tratan con una condescendencia nacida de la lástima
que nos tienen, porque creen que no hemos conseguido aún nada en la vida.
El instinto animal de tener descendencia lo tenemos
grabado en los genes, es verdad. Pero se puede modular perfectamente, como el
instinto de caza. La inteligencia nos ha hecho racionalizar muchos instintos y
podría ser clave para determinar el nivel de intelecto de cada uno. Por ejemplo,
siempre pensé que los cazadores tienen una evolución cerebral más corta que
alguien que usa la escopeta para disparar a platos volando. Uno aún sigue con
mucho de “Homo erectus” y el otro ya es más de “Homo sapiens”.
Pero el factor más determinante y que condiciona hasta
los que no siguen tanto las normas sociales, es el de la rutina. Ese es que el
que creo que me hizo adoptar al pájaro que no vuela.
Cuando superas la treintena y tienes una vida más o
menos establecida, esto es, un trabajo estable y vivienda (aunque sea un
alquiler compartido y tengas que escuchar cómo fornica tu compañero en la
habitación contigua) el tedio puede llegar irremediablemente como te descuides.
Y esto es sencillo. Las amistades comienzan a cumplir con las normas sociales.
Ya están casados y comienzan a reproducirse. Por tanto, su actividad se reduce
básicamente a trabajar, comer y cambiar pañales. Tu teléfono deja de sonar y
tus planes de fin de semana comienzan a reducirse a leer libros y ver
pelis encerrado en casa de viernes a domingo.
Sin darte cuenta, los momentos de aburrimiento son
cada vez más comunes y tu cuerpo pide algo de acción. ¡Ahí está! ¡Ese es el
momento! ¿Solución ideal? HIJOS. Involuntariamente, tu cerebro sabe que un hijo
te obligará a estar activo el 100% del tiempo, tanto mental como corporalmente.
¿Aburrimiento? Ninguno.
Ese es el verdadero “Reloj biológico”.
A todo esto hay que sumarle otro factor importante: el
miedo. Los 30 años son la transición en la que dejas la juventud y entras en la
madurez. Comienzas a plantearte el resto de tu vida. Unos hijos te aportarán un
apoyo en la vejez, en la enfermedad y en la soledad.
Aunque este último no creo que tuviera ninguna
influencia en mi decisión con el pingüino, sí que me siento identificado con la
situación de rutina y de caída en picado de la vida social. ¿Qué mejor chute de
vida que tener un animal clandestino y raro en tu casa? ¡Mucho mejor que un
bebé! Al menos el pájaro-aún-sin-nombre no llorará toda la madrugada.
Espero que esto no sea otro problema añadido en mi ya
complicada situación sentimental.
Vaya… he abierto por un segundo la boca para respirar
y me acabo de tragar una pluma. Por suerte después de un ataque de tos le ha
expulsado. Creo que esto no pasa con los bebés. Voy a enjuagarme la boca con
lejía.
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